Estrella de Diego, 2013
El espectador como jugador empedernido
Por Estrella de Diego (Becarios Endesa 11. Museo de Teruel)
I. Camuflajes y disimulos
Año 2003. La gente pasa por la Casa Encendida y se fija en las banderas de la fachada. Bueno, algunos se fijan, porque para otros pasan totalmente desapercibidas –de eso se trata en su discreción extrema: de un juego de complicidades con los espectadores. El observador curioso, aquél que ha notado el cambio, mira cada día al caminar y se siente fascinado por los ritmos que van tomando las telas coloridas: nunca los mismos. Luego trata de adivinar los países a los cuales pertenecen las banderas y no consigue desentrañarlos: “no debo andar muy bien en geografía”. Ah, no: son toldos.
Y como tal se comportan, bien visto, porque se suben o se bajan dependiendo del tiempo atmosférico. Hoy llueve. La fachada aparece solitaria y triste. Le faltan los toldos-bandera. Qué rara es la costumbre: si total ayer no estaban y hoy se han integrado a esa realidad, al paisaje, como algo natural, necesario. Imprescindible. Un día, sin previo aviso, no estarán y entonces dejarán un hueco en los ojos –pero eso forma parte de otro relato, supongo. La cuestión es que los artefactos derrochan naturalidad y ya se sabe que nada más preciso en su diseño que la aparente naturalidad extrema.
Así que estos toldos-bandera tienen una función, una misión casi se diría, capaz de implicar al observador, quien en un principio se había quedado atrapado por los colores brillantes y cambiantes, que daban movilidad al estatismo de la fachada, y de pronto se siente intrigado y se pregunta por el significado oculto de esa intervención que no todos ven, porque no todos se fijan. Anda camuflándose. Es un poco como aquella mascarada, tan popular en los años ochenta: vamos siempre disfrazados, igual que las telas de colores que podrían ser banderas y son toldos o son, sencillamente, una propuesta artística discreta. La autora se oculta.
Porque Maider López trabaja siguiendo la estratagema del camuflaje discreto, jugando a cada paso al disimulo, escabulléndose; propiciando acciones inverosímiles para luego convencernos de que las cosas que tenemos delante siempre han debido estar ahí, ser así. Esa es, entre otras, parte de la fascinación de su estrategia: impostar un juego cromático, como una postminimalista, para dejarnos tranquilos, prendidos de lo consuetudinario, por eso se citaba la mascarada de Joan Rivière. No hay peligro: son sólo formas. O, más aún, no hay peligro porque llevan ahí la vida entera.
Maider López juega a supeditarse a las formas, las líneas, los colores, los ritmos de los colores… para que desde fuera o desde arriba, en el paseo, en las fotos, el mundo completo parezca un eterno juego cromático. Sin más. No es mucho. Lo muestran algunas de sus obras, las fotos de algunas de sus acciones sobre todo, que presentan el mundo como un lugar (re)ordenado. Pero, ¡qué fabulosa trampa!
Una trampa, sagaz, desde luego, porque nos hace creer, a través de los colores y las líneas, que sólo miramos cuando en el fondo se modifica a cada paso nuestra cotidianidad. Pasaba en las Puertas, de Roma, paredes móviles que en 2009 los espectadores podían trasladar y cambiar de color, siendo dueños y señores del aparente orden inamovible, el que confería esa falsa seguridad que Maider López va buscando, estratega eficaz y compleja, se advertía. O como el suelo de la Bienal de Venecia en 2005, suelo sobre suelo que se movía un poco al andar y desvelaba los colores apenas. Y ocurría a su modo en El medio es el museo del Koldo Mitxelena, del 2008: la reproducción de todo el museo en una sala. ¿Dónde estamos?
Espacios que se cierran y se abren y se ensanchan o se estrechan. Cambian y transforman al tiempo que se promueve una nueva realidad, tímida en el caso de los toldos que sorprendían al pasar; contundente en el Atasco, de 2005, tras la convocatoria festiva –que acaba de hecho en una celebración colectiva- para crear un atasco allí donde nunca lo hay, en un monte de Navarra. Las fotos de los coches amontonados, cinta multicolor que recorre el paisaje, planteaban una curiosa particularidad que se repite en algunos de los trabajos de la artista y que desvela prodigiosa esta serie fotográfica.
Maider López aparenta tener dos formas de trabajo, como apunta Rosa Martínez: una puramente postminimalista –los toldos– y otra más relacional –el Atasco–, por seguir con los ejemplos citados, o la playa. Pese a todo, bien visto ambas propuestas tienen mucho en común y acaban por ser parte de un mismo fin que cambia sólo sus estrategias de representación.
Quizás la diferencia se deba más bien a una cuestión de escala, como quien traza un mapa: de lejos las propuestas son postminimalistas –con sus colores y líneas– y de cerca relacionales, incluso en el caso de los toldos que a su modo modifican la percepción de una fachada que requiere la complicidad del espectador.
Sí, sus acciones –y todas las obras acaban por tener algo de acciones– son cada vez relacionales o, dicho de otro modo, parecen oponerse a lo que se suele entender por minimalismo –“lo que ves es lo que ves”. Aquí, lo que se ve es mucho más. Desde lejos una especie de inocente y prodigioso juego de parchís, con sus colores brillantes, que se convierte en un guiño duchampiano a medida que nos acercamos y vamos desvelando las transformaciones. Falso orden.
O no tan falso, pues nunca se deja nada al azar –ni siquiera los coches acumulados que parecen un incidente. Se diría incluso que una vez urdida la trampa –algo que Maider López adora y controla como pocos– espera de nosotros que seamos sus secuaces y miremos con ella. Y veamos. Y quien no entre en el juego –igual que quienes no vieron los toldos en la fachada de la Casa Encendida– que se quede fuera. Peor para ellos.
Por eso su supuesto postminimalismo es sólo otra apariencia, un camuflaje que la propia López propicia en ese parchís que tiene mucho de ajedrez. No sólo hace obras que subvierten lo esencial del minimalismo, sino que su juego de implicación con el espectador, esa complicidad necesaria está presente incluso cuando parece que lo único que cuenta es el orden del espacio –o el falso orden que reproduce los falsos espacios. A eso lo llamaría también camuflaje. Sutileza que nos regala el mundo como debió ser y pudo ser. Como siempre quisimos que fuera: otro.
Malentendidos, negociaciones
Noviembre de 2011. Frente a la fachada del Musac de León Maider López ha vuelto a subvertir lo consensuado en una acción que el video muestra mientras va ocurriendo. Durante unos instantes, y jugando a la falsa casualidad que tanto gusta a la artista, la puerta del museo parece bloqueada. Al fondo se desvela la fachada del museo, juego cromático que ofrece a López el escenario perfecto que en este caso concreto no debe construir. La gente se va acercando poco a poco –y para disimular otros se alejan. Hay una caja para transporte de obras de arte en el sitio estratégico que delimitará la barrera. Se acercan más y más: un momento rápido en el cual el acceso al museo se cierra. Otra vez se alejan, se disuelve el grupo y se libera la entrada.
Son los espacios del malentendido que Maider López construye en su “minimalismo relacional” y que tienen como epítome su propuesta para la 9ª Bienal de Sharjah, en los Emiratos, en el año 2007. En la plaza del museo decide pintar un campo de fútbol en el cual los elementos del mobiliario urbano interfieren con un juego que al final nadie juega de forma inmediata o espontánea. Por el campo pasan bicis, coches, gentes que se sientan, niños que improvisan otras diversiones… Pocos parecen fijarse de la nueva función que tiene la plaza en un lugar en el cual, tal vez, los espacios urbanos no tienen la ductilidad que en nuestra cultura. Otra vez plantea la visión de cerca y de lejos, como un mapa que sólo desvela al distanciarse y para cuyo trazado utiliza diferente medios como el video, la foto…
Y otra vez rompe con el estatismo de las cosas y los lugares de esa manera sutil y contundente en la cual trabaja la artista. Se abre un territorio de la negociación que no permite al espectador permanecer impertérrito. Le obliga a buscar una respuesta, nuevos modos de ver y de relacionarse con esa realidad cotidiana que, de pronto, se ha trastocado por completo y, sin embargo y ahí radica la asombroso de cada uno de sus falsos caos, adquiere de inmediato la apariencia de normalidad absoluta. Debía estar ahí, será que no nos hemos fijado.
Algunos de estos asombrosos malentendidos estratégicos se ponen de manifiesto de forma contundente en la obra de septiembre del 2010, Polder Cup, realizada en Ottoland, en los Países y Bajos, y presentada en el centro de Rotterdam Witte de Witt. De hecho, la convocatoria pública para esta acción se lleva a cabo a través de una banderola en la fachada. Maider López regresa al campo de fútbol descontextualizado al trazarlo en los polder –el terreno ganado al agua en los Países Bajos. Allí los pequeños canales interfieren en el juego, como ocurría con el mobiliario urbano de Sharja, y, en este nuevo malentendido, es preciso renegociar las reglas del juego.
Como Theo Tegelaers comenta respecto a esta obra, en apariencia sencilla, su estrategia está relacionada con el contexto en el cual se desarrolla, los Países Bajos, cuyos habitantes, convocados para el evento a través de una banderola en la fachada de Witte de Witt según se advertía, se ven obligados a cambiar sus hábitos si quieren participar en la propuesta de Maider López. “Los holandeses son conocidos por su cultura del consenso, es decir, por buscar acuerdos a través del dialogo que perjudique lo menos posible a todos los implicados. En el ámbito público este fenómeno se expresa muchas veces a través de una excesiva regulación que hace que haya muy poco margen para las interpretaciones espontáneas o ambiguas en relación con el uso del espacio público”.
En este trabajo y partiendo de ese presupuesto, Maider López rompía con los hábitos de los participantes y les obligaba a improvisar. Como ocurre con todos sus trabajos, la localización había sido elegida con sumo cuidado, con esa eficacia de extraordinaria directora de escena que muestra. Así, desde sus puestas en escena esmeradas y eficaces nos obliga a repensar la realidad y lo cotidiano y a negociar el malentendido y el trastocamiento que, con una astucia portentosa, consigue que tomemos como naturales, el hábito, lo de siempre. Después, a fuerza de negociar –y porque el trastocamiento que propone es refrescante- el espectador decide jugar. Jugamos. Seguimos jugando hasta convertirnos en jugadores empedernidos.